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El ojo que falta en el Daruma de Marc Márquez

16 Sep. 25 | 12:45
Foto: Michelin

En Japón, pocos objetos condensan tanto significado como un Daruma.

A simple vista puede parecer un simple muñeco curioso, de forma redondeada, con barba negra y mirada fija. Pero detrás de esa figura se esconde una de las tradiciones más arraigadas de la cultura japonesa: un símbolo de perseverancia, de resiliencia y de compromiso con uno mismo.

Cuando alguien en Japón se marca un objetivo importante, por ejemplo aprobar un examen, superar una enfermedad o como en este caso, alcanzar un éxito deportivo, pinta uno de los ojos del Daruma. El otro ojo permanece en blanco, incompleto, hasta que ese sueño se cumple. Solo entonces se cierra el círculo. Cada vez que la persona lo mira, recuerda que aún le falta y consecuentemente encuentra fuerzas para seguir. Es, en esencia, un recordatorio visible de que el camino todavía no ha terminado.

Caer siete veces, levantarse ocho

La figura tiene un origen que se remonta al monje Bodhidharma, fundador del budismo zen. Según la leyenda, tras meditar durante nueve años, perdió el uso de sus extremidades, y de esa imagen nacen tanto la forma redondeada del Daruma como su simbolismo: puedes derribarlo mil veces, pero siempre se endereza. De ahí la asociación directa con el proverbio japonés nanakorobi yaoki (七転び八起き): “Caer siete veces, levantarse ocho”. En la cultura japonesa, este refrán no es solo un lema para aumentar la motivación, sino una forma de entender la vida. Y en el deporte, pocas biografías encajan mejor con esa filosofía que la de Marc Márquez.

Hay Darumas en despachos de grandes empresas y en las casas más humildes, en santuarios y en aulas universitarias. Siempre recordando que el éxito no llega sin constancia.

Fuente: Pexels/Ryutaro Tsukata

El año pasado, en Motegi, Marc Márquez apareció con un casco especial: un Daruma dibujado con un solo ojo pintado. Había un objetivo pendiente. El piloto de Cervera había atravesado años de sufrimiento, operaciones, reapariciones fallidas, caídas dolorosas y una Honda que ya no estaba a la altura de su talento. Había quien pensaba que la chispa se había apagado, que nunca volvería a ser el mismo. Sin embargo, aquel gesto, un simple dibujo en un casco, fue mucho más que una decoración. Era un mensaje íntimo y poderoso: “Todavía no he terminado, todavía tengo un objetivo por cumplir”.

Un círculo por cerrar en Japón

Ese Daruma de Márquez simbolizaba una promesa consigo mismo. No importaban las cicatrices en el brazo derecho, las horas interminables de recuperación o las decepciones en pista. Como el muñeco japonés, podía tambalearse, podía caer, pero siempre volvería a levantarse. La caída del 2020, cada carrera sin podio, cada temporada en blanco era un recordatorio de que el círculo aún estaba incompleto. Y Marc, fiel a su carácter, nunca aceptó dejarlo así.

Su fichaje por Gresini en 2024 fue un punto de inflexión. No porque hubiese perdido velocidad, nunca la perdió, sino porque necesitaba un medio con el que expresarla de nuevo. Ese cambio le devolvió la sonrisa y el instinto competitivo. Volvió a pilotar como el Marc que todos conocían, ese que mezcla agresividad con talento puro, y cada momento de la temporada pasada, cada carrera que pasaba en la que volvía a encontrarse fuerte, sabiendo además de las diferencias con la GP24 de sus rivales, fue una pincelada más cerca de completar el Daruma que llevaba en la mente.

Ahora, en este 2025, Márquez llega a Japón con la posibilidad real de cerrar ese círculo. Puede conquistar el título de MotoGP en Motegi, el circuito que pertenece a Honda, la fábrica que lo vio nacer como campeón pero que también fue escenario de sus peores años. La paradoja es casi poética: pintar el ojo del Daruma en la casa de quienes fueron sus aliados y que, sin quererlo, marcaron la etapa más dura de su carrera.

Cuando la perseverancia encuentra su recompensa

El escenario lo convierte en algo más que un simple campeonato. Motegi no sería solo el lugar de un alirón, sería el punto exacto donde un ciclo vital se completa. La imagen de Marc levantando un nuevo título de la mano de Ducati en Japón tendría un peso simbólico que trasciende lo deportivo. Porque no se trataría únicamente de números, nueve coronas de campeón del mundo, sino de demostrar que la resiliencia tiene recompensa, que ninguna caída es definitiva si existe la voluntad de volver a levantarse.

Desde que vi ese Daruma en su casco el año pasado, pensé que no era un amuleto cualquiera. Era un espejo. Reflejaba la obsesión de un piloto que nunca se conformó con ser bueno, que nunca se resignó a abandonar, que entendía que los símbolos también pueden cargar con la historia personal de alguien. Su casco no decía “miradme”, decía “aún me falta algo por conseguir”. Y en Motegi, un año después, parece que todo está destinado a confluir para que ese ojo pueda completarse.

El Daruma japonés representa la perseverancia silenciosa, el esfuerzo invisible que hay detrás de cada meta cumplida. En el caso de Márquez, ese esfuerzo no ha sido invisible: ha estado marcado por cicatrices, por lágrimas, por dudas públicas y privadas. Pero también por una fe ciega en sí mismo, la misma que ahora lo coloca de nuevo en la cima, a un nivel que parece inalcanzable por sus rivales.

En Japón, si se termina de conseguir ese título, Marc Márquez no solo celebrará un campeonato. Estará completando un círculo vital que se inició hace años, cuando la adversidad parecía insalvable. Pintar ese segundo ojo del Daruma será, en el fondo, la confirmación de que ningún golpe, por duro que sea, pudo derribar definitivamente al campeón que nunca dejó de levantarse.

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